Keanu Reeves regresa como John Constantine, el rudo exorcista de alma atormentada, en una nueva entrega que lo enfrenta a una rebelión infernal de proporciones apocalípticas. Envejecido y con cicatrices tan profundas como su pasado, Constantine emerge de las sombras cuando una oleada de posesiones sugiere una huida demoníaca directamente relacionada con su alma condenada. Dirigida por Francis Lawrence, la película se adentra sin reservas en los rincones más oscuros de lo oculto, con una narrativa implacable y una clasificación R que subraya su crudeza.
El carisma cínico de Constantine brilla con intensidad, y la interpretación de Reeves —profunda, abrasiva, casi herida— aporta una carga emocional palpable. Enfrentándose a un enemigo envuelto en llamas y misterio, el protagonista se ve rodeado de figuras del pasado y nuevas alianzas, lo que configura una lucha interna y externa que crece con cada escena.
La acción es visceral y ardiente: oscuros rituales se convierten en explosiones físicas llenas de tensión, iluminadas por los fuegos del inframundo y la desesperación humana. La puesta en escena visual es un viaje a través del horror gótico puro: callejones húmedos, grietas humeantes y demonios generados por computadora, renderizados con un estilo denso y perturbador. Campanas que repican al unísono con gritos distorsionados completan este descenso a un paisaje infernal que no da tregua.
Constantine 2 es un regreso feroz y a la moda que combina el silencio cargado de Reeves con el caos infernal en su forma más poética y aterradora. Un pacto cinematográfico oscuro que vale cada segundo.