El mundo se detuvo este domingo al conocer la conmovedora despedida del Papa Francisco a su entrañable amiga, la monja Jeneviev Janing Gross. En un encuentro cargado de emoción, el Pontífice, cuya salud había sido motivo de preocupación, compartió sus últimos momentos con la hermana, en lo que se percibía como un adiós silencioso e íntimo.
La escena se desarrolló en los pasillos del Vaticano, donde Jeneviev, con su hábito blanco, caminaba hacia la habitación del Papa. Allí, Francisco, envuelto en una luz dorada, la recibió con una ternura que reflejaba años de amistad y servicio. “Gracias, hermana, por nunca olvidar a los que nadie ve”, le susurró el Papa mientras le tomaba la mano, un gesto que resonó en el alma de quienes conocen su legado.
Al salir de la habitación, Jeneviev llevaba un pequeño sobre lacrado que el Papa le había confiado con la instrucción de abrirlo “cuando todo se calle”. Nadie podía imaginar que esta sería su última conversación. Tres días después, el mundo despertó con la noticia del fallecimiento de Francisco, quien partió rodeado de amor y oración.
El Vaticano emitió un comunicado a primera hora, confirmando que el Papa había fallecido por causas naturales. La noticia se esparció como un incendio, llenando iglesias de todo el mundo con lágrimas y oraciones. Pero en una pequeña capilla, Jeneviev, conocedora del silencio que acompaña a la fe, no necesitaba confirmaciones. Ella ya sabía que su amigo había partido.
En un gesto que permanecerá en la memoria colectiva, Jeneviev se presentó en el velorio, desafiando protocolos para rendir homenaje a Francisco. Con un pañuelo bordado que decía “Que nadie se quede solo”, cumplió una promesa de amor y amistad que trasciende el tiempo y la muerte. El mundo observaba, pero solo unos pocos comprendieron la profundidad de ese momento. La despedida más sincera no fue capturada por las cámaras, pero sí resonará en los corazones de quienes vivieron la conexión entre estos dos espíritus extraordinarios.