El mundo se encuentra en shock tras la conmovedora despedida del Papa Francisco a su amiga monja, la hermana Jeneviev, el pasado domingo. En un encuentro que se tornó en un emotivo adiós, el pontífice, visiblemente frágil, se despidió de ella con un gesto que ha conmovido a millones.
La hermana Jeneviev, de 82 años, se acercó al Papa en su habitación del Vaticano, donde la atmósfera estaba cargada de un silencio profundo. Este domingo, el sol se filtraba a través de los vitrales de la Basílica de San Pedro, iluminando un momento que se volvería histórico. El Papa, sin su sotana, se mostró simplemente como un hombre mayor con una mirada bondadosa. Tras un breve silencio, tomó la mano de Jeneviev y le agradeció por nunca olvidar a los que nadie ve, un susurro que resonó como un eco de su labor pastoral a lo largo de los años.
El encuentro culminó con un pequeño papel lacrado que Francisco le entregó, instándola a abrirlo solo cuando todo se calmará. Aquella despedida fue un presagio, y Jeneviev salió de la habitación con el corazón pesado, sin saber que sería la última vez que vería a su amigo. Tres días después, el mundo se estremeció al recibir la noticia de su fallecimiento.
Mientras las campanas de la Basílica sonaban en señal de duelo, millones lloraron la pérdida de un líder que dedicó su vida a los olvidados. En medio de la ceremonia, Jeneviev, en un gesto que pasó desapercibido para la mayoría, colocó un pañuelo bordado con la frase “que nadie se quede solo” entre las manos del Papa, simbolizando su legado de amor y compasión.
Aunque el mundo sigue comentando el impacto de su muerte, el acto íntimo de Jeneviev es el verdadero reflejo de una amistad que trasciende el tiempo y los protocolos. En un momento donde la humanidad y la fe se entrelazan, el legado del Papa Francisco y su conexión con Jeneviev perdurará en los corazones de quienes lo conocieron.